Sus ansias de gloria, de heroísmo y de martirio se esfuman así en la mediocridad y la rutina de la vida de guarnición en el campo romano. La inacción le pesa y obtiene, en el transcurso del año 1868, un permiso que aprovecha para reunirse, con el uniforme de Zuavo Pontificio, con las reducidas tropas carlistas que el general Tristany intenta organizar en el norte de España.
Ahora cabe esbozar un lienzo sumario de la situación política de España en aquella época y, para eso, remontar a los orígenes del desequilibrio que padecía el reino desde el principio del siglo. El “Siglo de Oro” ya está lejos y el país se ha adormecido un tanto, aún más desde la subida al trono de la dinastía de los Borbones. El despertar es brutal, España conoce las consecuencias de la Revolución francesa, cuando Napoleón obliga a Carlos V a que abdique, y confía la corona su mismo hermano, José. Eso provoca una terrible guerra que opone no sólo al pueblo español con las tropas de ocupación francesas, sino también a los liberales, ganados por las ideas nuevas, con las capas populares que quedan excluidas del cambio y cuya situación material tendría a empeorarse. La intervención de las fuerzas inglesas no mejora mucho la situación y unos odios inexpiables dividen el país entre liberales y conservadores. Una burguesía adepta de Voltaire, ávida de poder desea vencer a la aristocracia, marginalizar a la Iglesia y apoderarse de sus bienes. El mismo ejército se divide entre tradicionalistas y progresistas, siendo esos últimos de extracción más modesta en su mayoría. En un país a la deriva, los pronunciamientos y los golpes de estado se suceden, el de Riego, en 1819, expulsa al rey Fernando VII a quien Francia, merced a la “cruzada de los cien mil hijos de San Luís”, restablece en su trono en 1823. La represión llevada a cabo por el monarca restaurado es despiadada y acentúa un poco más los antagonismos políticos.
El embrollo se agrava aún más cuando Fernando VII suprime la ley sálica proclamada por Felipe V en 1713, a pesar de la tradición de sucesión española. Por eso pues designa sucesora a su hermana Isabel. Cuando muere el monarca, su hermano Carlos que denuncia la ilegitimidad de la medida se proclama Rey. El país se desgarra un poco más entre partidarios de un Estado secularizado para no decir laico y defensores de la monarquía de derecho divino…
Así pues Ignacio Wils, en 1868, abraza la causa del tercer pretendiente carlista, Carlos VII, por múltiples razones: el espíritu de aventura y el deseo de gloria quedan muy secundarios, en efecto los albores de la tercera guerra carlista son más bien lamentables; es preferible recordar la amistad profunda que lo une con su compañero de ejército, el Zuavo Pontificio Alfonso de Borbón, hermano del pretendiente, la hostilidad visceral para con los liberales anticlericales, asimilados a los partidarios de Garibaldi y otros revolucionarios de otra índole, pero sobre todo un proyecto político expresado a su madre en una carta: “Me he marchado para España con fin de defender los derechos de Don Carlos porque el Santo Padre encontrará en él a un defensor cuando haya subido al trono de España”. Bien se ve que Ignace Wils no cambia mucho de causa sino que prosigue el mismo combate en otros lugares, en otro ejército. El fracaso De tristany acarrea el repliegue de las reducidas tropas carlistas a Francia donde Wils, promovido teniente, logra conservar las diferentes correspondencias del pretendiente. Se sacrifica sin contar para asegurar el bienestar de los 150 hombres internados con él hasta la primavera de 1870, en particular se aprovecha de sus relaciones para obtenerles un sueldo de un franco diario.
Fuente: Patrick Nouaille-Degorce
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